sábado, 9 de noviembre de 2013

Relatos de un pescador afortunado: JOSE Y JOSÉ, I PARTE

                                                           JOSE Y JOSÉ, I PARTE
                                                                          2003

     Estoy convencido que la fortuna en el mundo de la pesca es contagiosa, sino que se lo pregunten a mi joven vecino José, pescador al que yo enseñé y aconsejé con espectacular resultado.

     Ya la primera vez que vino conmigo a pescar, me demostró estar especialmente dotado para practicarla con éxito. Nunca hasta aquel día había practicado la pesca al “espinning” ni nada parecido, todo lo más la pesca del calamar en los muelles. Pero cuando le vi coger la caña entre las manos y lanzar en la rompiente, ya le vi  maneras y como además tenía fe en lo que hacía y seguía mis indicaciones al dedillo pronto se convirtió en un afortunado pescador de “espinning”.

     Tan afortunado que ya ese primer día pescó un par de hermosas lubinas de ración, recuerdo que en un principio aunque el mar estaba propicio no nos picaba nada, y pasado un tiempo le comenté que lanzara lo más lejos posible la “cuchara”, pues el mar estaba bajando con fuerza y posiblemente el pescado estaría alejado de la línea de costa, que no tuviera miedo a perder el señuelo, que dejara hundirlo unos metros antes de empezar a recoger, que al contactar con el agua cerrara el carrete y contara hasta diez, pues posiblemente el pescado estaba en el fondo de un gran canal que allí había pegado a una piedra donde lavaba el mar. Era una delicia ver con que emoción mi vecino estaba viviendo su “bautismo de fuego”, disfrutó como un niño, y mientras sacó sus primeras lubinas me confesó que aquella experiencia lo había encandilado. 

       La pasión por la pesca prendió en él para siempre, y si había alguna duda, en el verano siguiente se estrenó con la captura de su primer robalo, en Donón. Otros tardamos años en conseguirlo, y algunos no lo consiguen nunca, cierto que a él le allanaron el camino, pero él lo pescó porque puso empeño y pasión. La suerte hay que buscarla solo o en compañía y yo puedo dar fe de esto, pues he vivido con él momentos de una “especial fortuna”.

      Yo ponía mi intuición, buscando las posturas más propicias y él se encargaba de clavar los robalos. Parecía que estaba tocado por la mano de Dios. Como en aquella mañana de domingo que después de visitar la zona de Punta Couso (Aldán) y no encontrar lo que buscábamos, de regreso para Vigo con un “capote”, se le metió en la cabeza visitar la costa de Oya casi a deshora y al pasar ya de regreso por Cabo Silleiro, paramos para hacer la última tentativa con la marea en bajamar. Le comenté que si alguna oportunidad había sería con un lance largo contra la piedra del frente y que gracias a la potencia de lance que tenía, allí podría tener una oportunidad. Tengo que reconocer que yo bajé con desgana, más por hacerle compañía que por otra cosa. José con la fe de los que aún están experimentando sensaciones nuevas, se puso a lanzar un chivo con ahínco. Gracias a su gran envergadura (mide alrededor de 1.90) y sus largos brazos, el recorrido de palanca es muy superior al mío, alcanzaba con facilidad la zona en la que se intuía pudiera haber algún pescado. Cuando yo ya había desistido y le apremiaba para marchar (eran cerca de la una del mediodía), sintió una brutal picada que era la señal inconfundible de que le había picado un robalo. José todavía inexperto solicitaba mi ayuda, yo trataba de serenarlo diciéndole que se tranquilizara que ya estaba clavado, que lo único que tenía que hacer era acercarlo poco a poco, sin prisas, que la única dificultad que había era que al acercarlo para hacerse con él, la resaca se lo envolviera rozando el sedal en las piedras. Seguí animándole a que se concentrara en la lucha con el animal, que ya le avisaría cuando lo tenía que acercar con fuerza y decisión, que ya me encargaba yo de echarle la mano al animal. José acabó por tranquilizarse y lidió aquel animal con maestría poniéndolo a mi alcance lo sacamos sin mayor novedad.

     Era un fenomenal robalo que superaba los cinco quilos. La alegría de mi joven acompañante era infinita, yo le comprendía, sabía lo que estaba sintiendo, en ese momento era él el Rey del Universo.

     Un tiempo después, volvimos a vivir una extraordinaria experiencia otra vez en Silleiro. Recuerdo que aquella tarde al llegar prácticamente todas las “posturas” estaban ocupadas, estuvimos observando con interés lo que allí acontecía. Nos había llegado la noticia de que en los días anteriores se habían producido algunas capturas extraordinarias de lubinas, pero aquella tarde no estaban dando señal alguna de actividad, los pescadores que allí había nos confirmaron que el día anterior y alguno más, fueran muy propicios para la pesca, pero que aquella tarde nadie había pescado nada. No nos amilanamos por el comentario ni con el estado del mar que trabajaba un punto por encima del ideal, y nos dispusimos a entrar en acción. Mirando hacia el mar, a la izquierda, antes de la “Piedra de los tontos”, había un enorme remolino, con un agua limpia pero oscura. Me recordaba a anteriores experiencias. Así que le comenté a José que si algún pescado había, era allí en aquel remolino, al que curiosamente nadie prestaba atención, quizás por que el mar rompía en aquella zona de una forma salvaje, reventaban las olas contra las piedras levantando una gran cortina de agua que te impedía acercarte. Pero justo en el centro y casi en el frente de donde estaba situado el gran remolino, se eleva una piedra grande con una plataforma plana en su cúspide desde donde  podíamos intentarlo. Estuvimos los dos un rato observando y sopesando el encaramarnos a ella, pues el mar rompía con violencia contra su base, levantando por veces una gran cortina de agua que salpicaba y mojaba toda la zona que queríamos ocupar. Como la marea ya bajaba con fuerza era una baza que jugaba a nuestro favor, y como vimos que aparte de mojarnos no correríamos peligro, nos pusimos la ropa de agua y allá fuimos. 

       La altura de la zona de “vareo” y el mar al estar tan bravo, nos condicionaba el señuelo a emplear, por eso nos decidimos por utilizar el “chivo”. Comenzamos a “varear” alternativamente y pronto empezamos a sentir las primeras picadas, había momentos en que los dos “clavábamos” pescado en el mismo lance, empezamos a acumular lubinas una detrás de otra, pero lo curioso era que las piezas de José eran más grandes que las que yo capturaba, aquello me tenía algo desconcertado pues los dos utilizábamos un “chivo” como señuelo, y los dos contábamos hasta diez para empezar a recoger, más tarde le encontré la explicación. Como José continuaba tocado por la mano de Dios, de repente sintió una descomunal picada de un gran robalo. La lucha que mantenía con el pez se tornó salvaje y no lograba controlarlo,  dejé la caña y me dispuse a ir en su ayuda, poco a poco consiguió guiar al animal hacia tierra, yo bajé a por él, pero el mar golpeaba implacable impidiendo que me acercara, el peligro era evidente y no podía arrimarme más, esperé a que José lo aproximara un poco, pero en una de estas el sedal rozó y rompió, perdiendo aquel robalo que de sacarlo hubiera completado una pescata de escándalo, quedamos jodidos, pero más quedo José pues era la primera vez que un animal así lo desarmaba, ahí entendió que a veces las cosas no son fáciles y que no siempre se gana; había que pasar página y continuar, no merecía la pena perder el tiempo en más lamentaciones.

      A partir de la peripecia vivida con la perdida del robalo el pescado dejó de picar, seguramente se habría “abalado”, así que recogimos y como aún era temprano José se empeñó en hacerle una visita a la “Grande de Monteferro”, y hacia allí nos encaminamos, enterándome en el trayecto de que José había montado un chivo de 80 gramos, porque no le quedaban de 50, que era el peso del que yo utilicé. Esta es la explicación a que él le picaran piezas de más tamaño: como su chivo era más pesado trabajaba más tiempo en el fondo que el mío y, se codeaba con los ejemplares más grandes del cardumen, ya que estos acostumbran a ocupar esa posición.

      Al llegar a Monteferro el mar no pintaba mal y bajamos para aprovechar el crepúsculo del anochecer. Aún no me había repuesto de las vicisitudes vividas anteriormente en Silleiro con el robalo, cuando sentí gritar ¡robalo! ¡robalo!. Era increíble, de nuevo José estaba lidiando con otro “aparato”, dejé mi caña y eché a correr para ayudarle, pero pronto nos dimos cuenta que aquello no era un robalo, pues tiraba y luchaba de una forma desconcertante, cuando consiguió vencer a aquel animal y sacarlo a tierra la sorpresa fue mayúscula, lo estaba viendo y no lo acababa de creer; un precioso sargo pendía del “rapala” con el que estaba “vareando”, y no venía “robado”, había tragado el anzuelo triple de la cola del artificial.

     Como la noche se vino encima nos retiramos de regreso a casa, con la fortuna de haber gozado de una inolvidable tarde de pesca y con la sensación  de que la fortuna a veces se contagia e incluso perdura en el tiempo.
   

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