jueves, 31 de enero de 2013

Relatos de un pescador afortunado: ENTRE MINGAS Y FELPUDOS


ENTRE MINGAS Y FELPUDOS
01-05-95
   
     Aquel día hacía un tiempo espléndido con una temperatura veraniega, todo invitaba a salir y estar en contacto con la naturaleza. Así que esa tarde la reservé para mi afición favorita. 

     Decidí ir a Sayanes, pero no a la playa, sino a una ensenada rocosa que está situada a continuación antes del Portiño. Cuando conseguí aparcar en la bajada a la playa, esta estaba muy concurrida y llena de bañistas, no me importó pues ya contaba con ello, tenía muy claro la zona que quería visitar. El día anterior cerca del anochecer había estado allí un rato, probé y señalé una pieza que pasaba de los dos quilos, ya con una altura de la marea nada proclive para la pesca, pero lo que más me animó a repetir y volver al día siguiente, fue lo que descubrí en una poza que el mar alcanzaba y llenaba de agua con las mareas vivas, algo que había sucedido unos días antes; estaban esperando a la siguiente marea viva que los liberara, unos inquilinos que despertaron mi interés. Algo más de una docena de pequeños múgeles (lisas), nadaban en grupo de un lado a otro de la poza, me pregunté el motivo que había llevado a aquellos anímales a aislarse así, ese comportamiento sólo se explicaba si eran atacados para se engullidos por depredadores, como lubinas de buen tamaño.

     Para no desentonar me puse un bañador, una camiseta y unos tenis viejos, eché la bolsa de pesca al hombro y con la caña en la mano me encaminé hacia la postura. Tenía que caminar unos quince minutos, saltando varias rocas hasta llegar a ella, la caminata resultó más amena de lo que esperaba, el sol calentaba los cuerpos desnudos de un grupo de jóvenes de ambos sexos, estaban en una pequeña cala  después de pasar las primeras rocas, continué desplazándome por una zona de piedras muy cerca de la rompiente. La afición a tomar el sol completamente desnudos al parecer estaba mas extendida que la de la pesca, prácticamente en cada roca grande y lisa de aquella zona había una pareja “calentándose” al sol, bueno yo iba a lo mío y no había otro acceso, cuando llegué a mi destino me concentré en lo que allí me había llevado, que no era otra cosa, que el ejercicio de mi gran afición.

     El mar trabajaba revolviendo el fondo, removía los cantos redondos que chocaban unos contra otros, el ruido era fuerte pero relajante, seguramente porque era acompasado, nada estridente. El “rapala”, aparte de su limitado alcance, no me ofrecía confianza, pues el mar llegaba muy revuelto, haciendo muy difícil su control, finalmente me decidí por la cucharilla Evy, que se defendía bien en aquellas condiciones. Desde lo alto de una roca que avanzaba unos metros hacia el interior de la ensenada, comencé a “varear en abanico”, cubriendo toda la zona de derecha a izquierda, y creo recordar, que al tercer lance cuando venía recogiendo a medio camino una potente picada consiguió ponerme en tensión. El sedal salía suavemente de la bobina amortiguando el primer escarceo del animal, cansarlo y trabajarlo en aquella zona era fácil, no había obstáculos y el mar me ayudaba empujándolo hacia tierra, lo guié por mí derecha, donde moría el mar en un pequeño playal de arena gruesa. Una pareja tomaba allí el sol en las condiciones antes relatadas, se acercaron sin pudor de ninguna clase, preguntando que clase de pescado era. Entre la “minga y el felpudo”, me vi maniobrando con la lubina. ¡Era de película! la situación era rocambolesca, kafkiana. Puse la lubina en la poza y por lo visto era un espectáculo, pero lo que era espectacular era la escena que se desarrollaba a mí espalda, era de coña los dos en pelota picada, jugando con la lubina de unos tres quilos que nadaba de un lado a otro entremezclándose con los pequeños mújeles. Pasando del tema continué con lo mío, seguí “vareando” y después de una media hora intentándolo y no sentir nada, cambié de señuelo, recuerdo que “monté un chivo” que me permitía lanzar más lejos que la cucharilla, consiguiendo sobrepasar una especie de barrera pedregosa, por donde remontaba el mar, rompiendo a continuación en un fondón, donde este hervía, en una de estas, cuando el señuelo llegó deslizándose por encima de la barrera, paré un instante con el propósito de hundirlo un poco y arrancar de nuevo, y fue cuando sentí otra vez una bestial picada. El carrete volvió a “cantar”, el animal tiraba como un condenado, luchaba de una forma endemoniada, resistiéndose ferozmente, estuve un rato aguantando sus arreones, el frente hasta mi posición prácticamente estaba libre, alguna piedra asomaba con la resaca de las olas, así que sin mayor novedad fui acercando al animal, varándolo esta vez por la izquierda de la roca, recuerdo que al agacharme para cogerlo, el mar me mojó hasta la cabeza, era lo de menos, tenía dos enormes piezas de tres y casi cuatro quilos de peso, cada una, era para estar contento.

     Seguí intentándolo un rato más pero al no conseguir ningún resultado, el agotamiento ya hacía mella en mí, optando por retirarme a pesar de quedar por lo menos una hora más de pesca, me encontraba saturado, pues el “vareo” con señuelos pesados como los “chivos” resulta agotador. Ah ¡por las “mingas y felpudos” no me desconcentré, pues yo mismo durante años practiqué nudismo en la playa de Barra!

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