viernes, 18 de enero de 2013

Relatos de un pescador afortunado: LA CAÑITA Y EL CAÑÓN

                                                       LA CAÑITA Y EL CAÑÒN
1-11-1988                                                                                                                                                


      Aquel festivo, día de Todos los Santos, llegué a Bouzas al amanecer con la intención de pasar una agradable mañana de pesca. El día anterior, había capturado aprovechando la bajamar, un puñado de camarones, que mantuve vivos en un vivero hecho con un viejo bote de plástico. Aquel día al contrario de otros muchos, no logré dar con las lubinas y a las diez de la mañana estaba completamente desanimado, ya que no había sentido ni una triste picada. Llevaba un tiempo pensando en dar el salto y empezar a visitar la costa para vivir una experiencia nueva. La pesca en los muelles aunque era muy productiva, empezaba a hacérseme muy monótona y algo aburrida. Hablando con otros pescadores más expertos, me comentaban, que en la costa rocosa de mar abierto también se podían pescar lubínas, con la ventaja de que, en cualquier momento, podrías tener la sorpresa de una gran captura, ya que en los muelles, raramente los animales que pescaba pasaban del tamaño de un kilo. El problema que se me planteaba era la técnica a emplear, que difería de manera radical a la empleada en los muelles y con el añadido de lo peligroso que resultaba para un novato como yo. La falta de experiencia para moverme en un ambiente, que por veces se volvía muy hostil, había que tener unos conocimientos mínimos del comportamiento del oleaje, mareas, posturas de pesca, etc.,. De vez en cuando me llegaban comentarios de accidentes y sustos que sufrían algunos pescadores poco avezados, e incluso de veteranos que, por exceso de confianza, llegaban en algunos casos a perder la vida al ser arrastrados por el mar.



     Todo esto hacía que yo me fuera retrayendo y me costara dar el paso de ir a pescar a la costa, pero la pasión por la pesca había arraigado en mí de tal manera, que acabé por ir, al principio con algunos pescadores veteranos, que pescaban a fondo con cebo natural. Estos empleaban cañas, en algunos casos de cinco o más metros, armados con grandes y potentes carretes, que llenaban con sedales de un grosor del 50, usando plomadas de hasta 250 gramos para buscar un lance largo y profundo. Esta experiencia no me enganchó. Eso de estar a la espera, a veces horas y horas sin hacer otra cosa, que mirar para la caña o recoger todo el equipo y, trasladarlo a otra postura, con el machaque y cansancio que eso suponía, no se había hecho para mí. Por aquellos años se empezaba a practicar, ya de una forma evidente, el “vareo”, una técnica que imitaba los lances de artificiales en el rio: cucharillas y pequeños peces de madera de balsa, que tan buen resultado daban  para capturar truchas y salmónidos. Esta forma de pesca sí me llamó la atención, despertando en mí la curiosidad, pero lo curioso fue que la primera vez que visité solo y por propia iniciativa, la rocosa costa de Cabo Estay, utilicé la boya con cebo vivo como técnica de pesca, algo que no había visto hacer a nadie antes, pero que seguro que alguien ya lo habría hecho.

    Recuerdo con una claridad meridiana ese día de noviembre. Eran las diez de la mañana cuando arranqué para Cabo Estay, con la idea de experimentar con la boya. En menos de media hora ya estaba allí; pero aquello era una fiesta, no había piedra sin ocupar; al ser festivo, todo estaba lleno de cañas, todas a fondo. Reculé y retrocediendo sobre mis pasos, aparqué cerca del restaurante Sobréira, bajé por un camino de tierra que iba directo al mar, quedando a mi derecha un pequeño playal pedregoso. Pero opté por enfilar por un largo y estrecho camino, que circundaba los cierres de las fincas que daban al mar, y bajé por una pequeña cuesta muy empinada, que me condujo directamente sobre la rocosa costa.

    El mar rugía y las olas golpeaban continuamente sobre las rocas. Al llegar observé a mi derecha, en un saliente de piedra que daba al canal de entrada de una pequeña cala, a un veterano pescador de fondo con su “cañón” de cinco metros. Le saludé y el hombre me explicó que unos días antes había pescado allí mismo, con un calamar como cebo, un róbalo de casi cinco kilos, y que estaba intentando repetir la experiencia. Me observó con curiosidad, pues al verme la caña de 3.30 que traía en la mano, me dijo que si venía a pescar con ella, en aquel lugar y con aquel mar fuerte no iba a conseguir nada. Me sonreí y le confesé que venía con la intención de experimentar con una boya y, que era la primera vez que lo hacía en aquellas condiciones. Me vaticinó un fracaso absoluto. Yo no me desanimé por el comentario, venía a aprender y si el intento no funcionaba no pasaba nada. ¡Quedaban mas días que morcillas para intentarlo!, así que me encaminé hacia mi izquierda a la aventura, pues para mí todo era novedad.

    La marea estaba subiendo y casi era pleamar; buscaba algún hueco entre piedras donde remansara el agua, para poder experimentar con la boya. Me desplacé unos sesenta metros, hasta ver una zona rodeada de piedras, que conformaban una especie de poza grande, donde el mar entraba por un ancho canal orientado al oeste. En frente de mí, una roca grande rompía el mar, haciendo que este la sobrepasara, precipitándose y extendiéndose el agua muy oxigenada por todo el entorno. La barrera que formaba la piedra del frente, amansaba el agua facilitando la acción de la boya, manteniéndose esta en el centro de la poza, aunque retrocedía cuando el mar rebotaba contra las piedras de la orilla, y se arrimaba cuando la ola se precipitaba amainando en la poza. No me costaba demasiado trabajo mantener la boya en esa zona, moviéndose en un vaivén  continuo; sólo tenía que estar atento, a soltar o recoger sedal cuando la ocasión lo requería. No había demasiado calado, unos dos metros, pero suficiente para profundizar el pequeño plomo de bola, que obligaba a hundirse al camarón que utilicé como cebo.

    Ya en el primer lance, al poco tiempo de estabilizar la boya, esta comenzó a hundirse con rapidez. Al tirar y hacerle frente, sentí como tiraba un pez vigorosamente. Al recoger y arrimarlo a mis pies, ví como una preciosa lubina de algo mas de kilo pendía del anzuelo. Gratamente sorprendido por lo que acababa de suceder, después de guardarla en la cesta, volví a prender por la cola otro camarón y lancé al mismo sitio que la vez anterior, no muy lejos a unos tres metros de donde estaba situado, y no tuve que esperar demasiado para ver de nuevo como la boya desaparecía hundiéndose con rapidez. De nuevo una lubina de tamaño similar a la anterior asomó al recoger; y así una y otra vez sin fallar lance, totalicé siete hermosas piezas, que entre todas sumaron un peso de unos siete kilos. Al octavo intento ya no sentí nada y aunque insistí por los alrededores, ya no tuve ninguna picada más. Estaba hasta cierto punto sorprendido, pues ni en mis mejores sueños, esperaba empezar mi primer contacto con ese tipo de pesca, de forma tan afortunada. A partir de ahí, durante un tiempo, continué pescando con boya, pero ya nunca repetí cosa igual, como mucho cuando conseguía algo, a lo sumo eran dos o tres, y nunca pescado grande.

   Recogí mis siete lubinas y emprendí el camino de vuelta. El veterano pescador del cañón de cinco metros, continuaba en el lugar donde me lo había encontrado al llegar. Lo saludé de nuevo explicándole que sus augurios habían fallado estrepitosamente. El hombre no daba crédito a lo que veía, aunque, al final, tuvo que reconocer que, con aquel mar y con aquella “caniña” -como él con sorna la definió-, empleando la técnica adecuada, se podía disfrutar de una buena y afortunada jornada de pesca.






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