viernes, 29 de marzo de 2013

Relatos de un pescador afortunado: SIMBIOSIS CON MONTEFERRO


                                           SIMBIOSIS CON MONTEFERRO

                                                             26-10-1996  
   
     Aquel día de octubre era un día de una claridad extraordinaria, pocas veces a esa altura del año el clima se comporta con semejante magnificencia, era un placer para los sentidos, las ganas de vivir afloraban en toda su magnitud, era el típico día en que estás a gusto contigo mismo y con todo lo que te rodea, si salías de casa rápidamente te integrabas con el entorno que te rodeaba, era un día perfecto para desarrollar cualquier tipo de actividad en contacto con la naturaleza.

     Después de comer preparé mi equipo de pesca y con el Passat me dirigí hacia “La Grande de Monteferro”, “postura” que por aquella época yo había idealizado y me tenía encantado. Curiosamente era muy poco apreciada por los pescadores de “spinning” (vareo). En los cerca de dos años que llevaba frecuentándola, prácticamente nunca me encontré a nadie pescando, no me acababa de entrar en la cabeza este hecho, pues era una “postura” muy generosa, siendo raro el día en el que no señalaba alguna lubina y la mayoría de las veces de gran tamaño, aunque, curiosamente, tardé casi un año en que me picara un robalo, y no fueron uno sino dos (ver La hora mágica 15-10-1995).

     Recuerdo que aquel día llegué con holgura de tiempo, pues mi intención aparte de pescar era disfrutar de aquella tarde tan magnífica, relajándome y tomando el sol en tan paradisíaco lugar. Las condiciones que ofrecía el mar eran las ideales, así que mi confianza que ya era grande aumentó, estaba convencido de que el pescado se encontraba allí, me lo decía mi experiencia que, aunque corta, mi intensa relación con aquel lugar era de simbiosis pura, llegando a tal grado su conocimiento por mi parte que no me costaba nada integrarme y llegar al éxtasis en aquel lugar. Pretender explicar con palabras este sentimiento es algo inefable, pero así es mi relación con “La Grande de Monteferro” y todo lo que la rodea.

     Recogí mi equipo de pesca, después de saludar y comentar durante un breve espacio de tiempo con una pareja de turistas que por allí paseaba, a los que expliqué por que me preguntaron lo que se pescaba por allí. Cuando les dije que a veces se pescaban lubinas, se mostraron muy interesados, quedándose un rato para observarme por si capturaba alguna. Era la primera vez que era consciente de la presencia de “público” a mis espaldas. Bueno yo fui a lo mío, recuerdo que el mar me permitía el uso de “rapala”, como la marea estaba terminando de subir, era de sentido común intentarlo “vareando” cerca de la orilla, en los canales entre rocas que tenía memorizados de cuando visitaba la zona con bajamares vivas. Empleé un Husky Yerk de entre aguas, que se mantiene con naturalidad a velocidad lenta escudriñando canales y recovecos.

     No tuve que esperar demasiado para sentir la primera picada. Había hecho un lanzamiento lateral a mi izquierda para recorrer todo a lo largo un estrecho canal, del que tenía referencia al haberlo memorizado apoyándome en dos marcas, ya que la lámina de agua al cubrir todo el ámbito imposilitaba su percepción. Recogía despacio el señuelo para que este viniera nadando como un metro por debajo de la superficie, cuando de repente sentí el tirón, fuerte, potente como corresponde a un animal salvaje e indomable, fue como un fogonazo, pero no tardó mucho en entregarse. Había tragado el señuelo a fondo y por este motivo no me costó demasiado hacerme con ella, era una buena lubina que rondaba los dos quilos. Desde lo alto de la atalaya donde me estaban observando me felicitaron marchándose a continuación. Continué “vareando” y al poco rato volví a tener otra picada calcada a la anterior, aquello se ponía interesante. Prometía ser una excepcional jornada de pesca, eran casi las cinco de la tarde y hasta las ocho no comenzaría a ponerse el sol, pero a pesar de mi insistencia iba pasando el tiempo y ninguna lubina más daba señales de vida. Algo en mi interior me decía que allí estaban y que en cualquier momento picarían, así que seguí insistiendo una y otra vez sin que en mí cundiera el desanimo.

     Después de aquel comienzo tan prometedor, fue pasando el tiempo y el pescado no daba señal de actividad alguna. A ratos dejaba de “varear” y me relajaba recostado sobre una piedra, donde apoyaba mi espalda, encendía un cigarro y me dejen querer por mi amigo el sol que me mimaba con su calidez. El tiempo iba pasando placidamente pero el pescado seguía sin dar señales de vida. Yo, erre que erre, volvía de vez en cuando a insistir, estaba convencido que tarde o temprano comenzarían a comer, pues todos los condicionantes eran favorables. Eran ya cerca de las ocho de la tarde y el sol comenzaba a ponerse en el horizonte, cuando por fin sentí la tan esperada picada, esta se produjo a distancia, al arrancar la “cuchara” que había lanzado con dirección Las Estelas en el límite de la rompiente, donde comenzaba el agua a oxigenarse, y no fue solo una. Sin fallar lance, hasta que la penumbra se adueñó de todo el contorno, “clavé” diez hermosas lubinas que yo llamo de ración (unos 800 gramos), el premio a mi constancia y perseverancia mereció la pena. La fe mueve montañas, pensé. La fortuna hay que buscarla y yo ese día la encontré.



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