jueves, 4 de julio de 2013

Relatos de un pescador afortunado: ESTRAMBÓTICA

                                                       
                                                                  ESTRAMBOTICA
                                                                      27-01-2.000
   
     Tengo que confesar que mi postura más prolífica, siempre fue la llamada por mí “La Grande de Monteferro”. Era y es cómoda en su acceso, pero no resulta fácil desarrollar en ella la acción de pesca, el punto ideal de trabajo del mar es muy difícil de encontrar, unas veces por exceso de violencia de las olas y otras por su defecto, pero cuando las condiciones se dan en su justa medida, las posibilidades de éxito son muchas. Esto tiene el inconveniente, de que en muchas ocasiones al llegar y analizar las condiciones tienes que desistir, con la consiguiente pérdida de tiempo.

     Aquel día no lo tenía muy claro, me acerqué allí con muchas dudas, era invierno, un día de enero pero no hacía frío. Al llegar, como siempre me asomé y estuve un rato observando el comportamiento del mar; este además de una cierta claridad en las aguas, ofrecía una cadencia en el oleaje por veces estrambótica, nunca hasta ese día lo había visto trabajar así, tardé algo más de lo usual en decidir si bajaba a la “postura”. Opté por bajar, pero sin confianza, con escepticismo y falta de fe. Hice el primer lance sobre la cresta de la ola que se aproximaba, para aprovechar que al romper dejaba una estela de espuma blanca, repetí el lance varias veces y cuando estaba a punto de desistir, una violenta picada me hizo despertar de mi apatía. Era una picada de un animal fuerte, vigoroso, ofrecía una resistente lucha, tiraba como un condenado, el carrete cedía sedal, cabeceaba con violencia y se resistía de una forma muy viva, viéndome obligado a sacar el freno al carrete y aguantar sus embestidas con la caña casi en vertical, jugando con la manilla del carrete adelante-atrás y con ayuda de la puntera de la caña cansarlo, hasta que noté que daba muestras de flaqueza, entonces apreté a tope el regulador y  tiré de él con firmeza por miedo que al acercarlo un golpe de mar me lo envolviera, arrastrándomelo a una zona con mayor dificultad para sacarlo. Sin mayor dilación varé al animal en una pequeña plataforma, aprovechando la inercia del agua que lavaba mis pies cuando subía. Venía sujeto pero no clavado por uno de los anzuelos del “chivo”, que se había introducido en el hueco que se conforma en el labio cartilaginoso y muy resistente. Sujeté el pez y lo subí piedra arriba para disfrutar del momento, estaba sorprendido pero satisfecho, no acababa de creérmelo, aproveché para revisar el sedal y deseché unos metros del final de línea, montando de nuevo el “chivo”. Volví a lanzar de nuevo ya con más fe, pero después de casi una hora, cambiando varios señuelos, “chivos”, “cucharas”, “rapalas” grandes de varios colores, opté al final por montar un pez artificial, de color amarillo fosforito que alguien me había recomendado, pesaba casi 30 gramos y tenía un buen alcance. Yo lo bauticé como el “Japonés”, por el color y por ser fabricado en ese país, donde la pesca de la lubina (suzuki) es una pasión nacional. A pesar de no alcanzar la zona donde llegaba con facilidad con el “chivo”, con el pez artificial alcanzaba el canal donde se producían la mayoría de las picadas, como este era flotante y nadaba muy superficialmente, tenía que apurarlo para que trabajara un palmo por debajo de la superficie, intentando darle vida zigzagueando con él. Al segundo o tercer lance sentí una picada poderosa y seca, no progresiva, mandó un arreón pero apenas retrocedía, luchaba pero sin tirar hacia fuera, incluso por veces se acercaba sin obligarlo hacia tierra, algo desconcertado por la forma de luchar del animal opté por mantenerlo firme y aguantarlo amortiguando sus golpes con la puntera de la caña. El tiempo se me hacía eterno, pues el animal tardó en entregarse, pero cuando mostró el primer síntoma de debilidad lo aproximé lo más rápido que pude, consiguiendo, como al anterior, vararlo a mis pies. Cuando le eché la mano observé que este había tragado todo el pez artificial, clavando los dos triples del señuelo. Mi alegría y satisfacción iban creciendo a medida que iba siendo consciente de lo afortunado que era por haber capturado dos piezas de tal envergadura, entre las dos superaban los siete quilos de peso. Insistí de nuevo con el mismo señuelo, una y otra vez hasta que la noche asomó, ya no conseguí señalar ningún otra lubina, pero no me importó. Aprendí a no tirar la toalla antes de tiempo y que en caso de duda, hay que intentarlo siempre, la pesca es una de las cosas más imprevisibles que hay y que en un mismo lugar nunca hay un día igual.

                                                   

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