domingo, 27 de enero de 2013

Relatos de un pescador afortunado: AL TRASLUZ


                                           AL TRASLUZ EN LA PLAYA DE ABRA
                                                               19-10-1994                                                                                                                                                          

     En aquel mismo mes de octubre unos días antes, había vivido una experiencia que ya relaté en Vorágine en Saians. Continué pescando con asiduidad, aprovechaba los días libres que por trabajar en festivo me correspondían dedicándolos a mi afición favorita. Pero ya no era igual, conseguía como mucho, media docena de piezas; y los días en que el mar se serenaba, no señalaba pescado alguno.

    Esa mañana transcurridas dos semanas desde las 23 robalizas de Saians, el mar estaba crecido. Las olas que formaba el mar de fondo se levantaban adquiriendo una altura suficiente para apreciar al trasluz la figura de lo que parecían múgeles (lisas), que nadaban en paralelo a estas. Me llamó la atención la gran cantidad de peces que se adivinaban con ayuda de la luz del sol a través de las olas. Eran ya cerca de las once de la mañana y me encontraba en la playa de Patos en Nigrán. Venía de Monteferro donde no había señalado pescado alguno, por lo que decidí parar en la playa al ver un mar especialmente atractivo para la pesca. Las olas grandes pero no en exceso, rompían monotonamente acompasadas. El mar de fondo removía pequeñas piedras que resonaban en medio del estruendo de las olas, que al romper sobre la playa revolvían el fondo arenoso enturbiando las aguas que parecían hervir. Un manto blanco de agua muy oxigenada se extendía con profusión a lo largo de toda la playa; a lo ancho tenía un recorrido de hasta cincuenta metros. El vadeador de neopreno me permitía avanzar hasta el centro de la franja, el agua por veces me llegaba hasta la cintura. El ruido acompasado, una especie de ronquido burbujeante, te relajaba y desconectaba de toda cosa que no fuera la acción de pesca.

     Con la caña en alto y armado con una cucharilla Toby de 25 gramos, que relucía con el reflejo de los rayos del sol, me dispuse a lanzar por detrás de donde las olas empezaban a levantar. Cuando estas llegaban a su plenitud me costaba sobrepasarlas, por eso esperaba a su desplome para lanzar y así aprovechar que el arranque de la cucharilla coincidiera con el arranque de la siguiente ola. Las siluetas de lo que yo creía múgeles (lisas), se dejaban ver al trasluz.

     Lanzaba con toda la potencia que podía y esperaba que el señuelo llegara al fondo, pues al ser arenoso no había peligro de enganche. Esperaba al arranque y levante de la ola para recoger. Lo hacía con rapidez, saliendo la cucharilla disparada del fondo entre la arena, simulando la huida  de un bolo (lanzón), pez de sinuosa figura que pasa la mayoría del tiempo enterrado, y que, cuando el mar rompe en la arena, lo obliga a salir culebreando, siendo un manjar exquisito para las lubinas. Cuando la cucharilla se encontraba en medio de la ola, donde nadaban en paralelo a la costa lo que yo pensaba que eran mújeles, sentí la primera picada. Por supuesto no era un mújel, ya que estos no atacan señuelos artificiales y menos en movimiento, no por que sean más listos que las lubinas, sino por su incapacidad para tragarlos. Efectivamente era una hermosa lubina de casi un kilo, una lubina de ración como decimos entre nosotros. Luchaba haciéndome frente con bravura, intentando zafarse del anzuelo que había mordido, pero pronto acabó por entregarse. Gracias a una bolsa de red que llevaba colgada a mi espalda, pude ir acumulando una detrás de otra, hasta que fueron espaciándose las picadas y sus figuras iban desapareciendo del nervio central de las olas, era gratificante pescar de aquella manera, sentir el frescor del agua rodeándote y salpicándote, la presión del agua abrazándote las piernas. Pero lo que más a gusto me hacía estar, era el ronquido ronroneante acompasado del agua, que al explayarse burbujeaba hasta la orilla. Además el paisaje en un día tan claro era espectacular, a mi izquierda Monteferro, rodeado de bajos de piedra donde el mar centelleaba, de frente el espectáculo de las olas dejando ver a su través las Islas Cies y la costa del Morrazo, a mi derecha la Playa de Patos, que se extendía hacia el interior de la ría, a mi espalda la playa de arena finísima y más arriba los montes de Sayanes, formados por frondosos pinares. No se podía pedir más, era como estar en el paraíso, tanta belleza junta parecía dañar la vista.

     Pasadas ya las doce, el pescado dejó de dar señales de vida, poco a poco fue apagándose la actividad, ni se sentían ni se dejaban ver al trasluz. Comprendí que era el momento de dejarlo, me sentía satisfecho pero cansado. Me retiré con la red casi completa de lubinas, llevaba una decena de piezas y la satisfacción de vivir un momento único, casi mágico ¡Que más se podía pedir, continuaba siendo un pescador afortunado! 







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