viernes, 14 de junio de 2013

Relatos de un pescador afortunado: LA GRAN POZA

                                                     
                                                                     LA GRAN POZA                                                                      
                                                                       31-10-1999

     Aquella tarde, la última del mes de octubre, el mar tiraba muy fuerte, para poder pescar había que buscar el remanso de alguna ensenada. La pleamar era a las cinco de la tarde, día en que cambiaba la luna que siempre ayuda a agitar las aguas, despertando en los animales un cambio en su comportamiento, volviéndolos más voraces. Las mayores capturas de robalos se producen la mayoría de las veces las vísperas y días de cambio de ciclo lunar, comportamiento no suficientemente bien explicado por los expertos, pero que es una realidad palpable, por eso yo en mi calendario siempre tengo señalados con mayúsculas esos días, y puedo asegurar que la mayoría de mis grandes capturas se producen en esos días.

     Al salir de casa no tenía muy claro a donde dirigirme, con la marea llena se me ofrecían muchos y diversos lugares que visitar, pero al ver el mar tan vivo y fuerte, las opciones de pesca se redujeron de forma considerable. La costa de Bayona a La Guardia quedaba toda ella descartada, incluso Monteferro era peligroso; las playas estaban copadas por los surfistas y tampoco eran una alternativa apetecible, me arrimé al Portiño para estudiar el comportamiento del mar en una especie de gran poza, rodeada de piedras y con un canal cara al norte por donde entraba y salía el agua, con la bajamar quedaba en seco y con la marea llena cogía calado suficiente para pescar, además las piedras que la rodean y la configuran forman una barrera donde se estrellan las olas, aplacando su fiereza, amansando y serenando sus aguas interiores. 

     Bajé el pequeño acantilado, el estruendo que el mar formaba al chocar contra las rocas advertía de que te mantuvieras a una distancia prudencial, me dirigí, arrimado al talud que formaba el acantilado, hacia la zona de remanso donde un manto de espuma blanca cubría la zona, el agua parecía hervir, el mar trabajaba de izquierda a derecha rompiendo sobre la barrera de rocas, introduciéndose por un amplio bajo y explayándose por toda la dimensión de la gran poza. 

     La brisa del sur era suave pero suficiente para ayudarme a lanzar el señuelo aún más lejos de lo que yo pensaba, numerosas piedras afloraban por mi derecha, la fuerza del mar mientras recogía el “rapala”, lo empujaba hacia ellas dificultando la acción de pesca, tuve que cambiar de señuelo y acabé montando un “yo zury” de color amarillo, que al pesar más que el “rapala” y profundizar menos, me permitía lances más largos y mejor dirigidos. Lanzaba a rente de las piedras de mi izquierda, donde se precipitaban las olas al romper y recogía en paralelo a estas. La fuerza del agua me empujaba el señuelo a la derecha muy poco a poco, haciendo un trayecto curvado, casi parabólico, el señuelo al nadar superficialmente, esquivaba y rebasaba con menos dificultades las pequeñas rocas que afloraban. Dentro de la problemática del lugar yo me sentía cómodo y confiado, esperando la picada de una buena lubina, llevaba cerca de una media hora “vareando”, la marea empezaba a bajar con fuerza y, en una de estas lancé sobre la cresta de la ola que se deslizaba por el bajo de piedra y al precipitarse la ola con el señuelo sobre la poza sentí una descomunal picada, el arreón fue brutal, la bobina del carrete “cantaba” al ceder hilo amortiguando las embestidas de semejante animal, rápidamente  desbloqueé el carrete para trabajarlo con mayor comodidad y seguridad, este peleaba sin darme tregua ni un instante y no me permitía traerlo con la celeridad necesaria para evitar el arrastre del mar, temía que si no lo arrancaba hacia mi posición, que el mar acabara por revolverlo contra las piedras de mi derecha, así que tuve que tirar con fuerza y a pesar de todo el animal rozó en una piedra con el cuerpo, no rozando el sedal milagrosamente, al sobrepasar la piedra respiré aliviado ya no quedaban obstáculos, lo tenía a unos diez metros enfrente de mí, pero este seguía muy entero, tuve que seguir aguantando firmemente sus arreones durante un rato que resultó interminable, hasta que por fin dejó de porfiar con aquella dureza, consiguiendo ponerlo a mi alcance.

     Cuando sujeté aquel animal con los dos brazos lo elevé hacia el cielo, lanzando un grito de satisfacción. Aunque no era el más grande de los que había pescado, –no llegaba a los cinco quilos-, fue posiblemente el más difícil de vencer, por su fortaleza y por la dureza del mar que hizo muy dificultosa su captura, recuerdo que acabé rendido y con los brazos doloridos, pero como siempre me sentí inmensamente afortunado  y enormemente satisfecho por el trofeo alcanzado.



   

   

   

   

   

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