lunes, 21 de enero de 2013

Relatos de un pescador afortunado: EL GENERAL Y LA TROPA


EL GENERAL Y LA TROPA
21-08-1994
 
   Aunque estaba de vacaciones aquel día madrugué, porque sabía que si quería ser protagonista de un episodio memorable de pesca tenía que ser así. Cuando me levanté aún era noche cerrada, debía darme prisa, pues tenía que estar encima de la piedra justo al empezar a romper el día, piedra a la que me había encaramado en distintas ocasiones con desigual suerte. Pero yo esa mañana estaba convencido de que era mi gran oportunidad.

     Cuando bajaba por el acantilado apenas veía como mis pies enfilaban con lentitud y aplomo, por el sinuoso sendero que discurría entre tojos que arañaban mis piernas: no tenía sensación de peligro, estaba familiarizado con cada piedra, curva y escalones que lo conformaban, así que lento pero seguro accedí a la gran roca, que a pesar de su altura, cuando el mar se embravecía con virulencia la arrasaba, hasta mojar los últimos tojos del camino. Pero aunque aquel día el mar roncaba y se estrellaba estruendosamente contra la roca, lo hacía de una forma moderadamente acompasada, sonaba fuerte pero con una armonía relajante, la marea estaba bajando y poco a poco las olas iban rompiendo cada vez más lejos. La gran roca, a medida que perdía altura, se introducía en el mar; la punta, cuando la marea estaba llena, quedaba aislada, pero cuando yo llegué ya era accesible. Me encaramé a ella, el mar golpeaba en su base abriéndose y estrellándose a ambos lados lavando mi retaguardia. Arriba me encontraba cómodo y seguro, a pesar de que de vez en cuando el mar me salpicaba. Desplegué mi caña y monté un “rapala”, vareando a mi alrededor, y en mis dos primeros lances conseguí dos preciosas lubinas. Mientras, aclaró el día; la mañana prometía, pero a pesar de mi insistencia durante casi una hora no sentí picada alguna. Empezaba a descorazonarme. Entonces, al ver que la marea había bajado de tal forma que a mí izquierda, el mar ya no golpeaba contra las rocas, si no que rompía antes sobre el fondo arenoso reventándolo y formando una especie de gran remolino, cambié de ubicación y decidí cambiar el “rapala” por una cucharilla de 28 gramos que me permitía alcanzar la zona del remolino. Lancé sin demasiado entusiasmo; nada conseguí hasta que decidí arriesgar dejando bajar la cucharilla al fondo, al ser el lecho de arena la traje arrastrándola unos metros hasta empezar a acelerar para poder librar unas pequeñas rocas que había por delante y, justo ahí, sentí una picada potente y una lucha de un animal de cierta enjundia. Efectivamente, cuando conseguí vencer al animal y sacarlo a tierra, este andaba por cerca de los dos kilos de peso.

      Animado por el trofeo que acababa de conquistar, repetí el lance con parecido resultado, y así una y otra vez, hasta catorce veces, robalizas todas ellas de entre un kilo y medio y los dos.

     Pero lo mejor estaba por llegar. Eran ya cerca de las diez de la mañana, llevaba  casi dos horas de éxtasis continuo, mi espalda comenzaba a resentirse y, de repente sentí una picada descomunal, tan fuerte era la tracción del pez, que por mi falta de pericia y poca experiencia; -todavía no controlaba demasiado bien la forma de regular la fuerza de la tracción del carrete- tenía demasiado apretado el regulador y además el freno puesto, así que estuvimos el pez y yo tensando el sedal un rato bastante largo, que a mí se me hizo eterno, hasta que por fin el animal empezó a ceder y esto me permitió ir acercándolo, no sin trabajo al pié de la roca donde yo me encontraba, al ser esta lisa y en forma de rampa me permitió vararlo y, sacarlo sin mayor dificultad a pesar de doblar en peso a las anteriores. Rápidamente volví a lanzar esperando una nueva picada, pero después de varios intentos comprendí que “la batalla” estaba acabada, era como si hubiera capturado al general que las dirigía, retirándose estas del campo de batalla.

      El sol empezaba a picar, había que darse prisa, recoger y marchar, pero surgió un problema por falta de previsión, llevaba conmigo un par de bolsas de plástico y, ¡horror!, cuando empecé a subir el acantilado se rompió el fondo de las bolsas, rodando las robalizas por el suelo. Recogí el pescado y lo lavé en una poza; tenía un problema y no sabía cómo resolverlo, lo intenté trenzando el sedal de pesca, pero no resistió. Empezaba a desesperar, me veía subiendo y bajando el acantilado varias veces hasta el coche y no me sentía con fuerzas. Llevaba conmigo la cazadora de un chándal y, desesperado, iba a intentar la confección de un saco cuando veo que mi salvación la tenía en la mano, ¡el cordón del cuello del chándal!, por fin había dado con la solución. Así que hice un rosario con el pescado y, cargándolo al hombro, me dispuse a subir por el sendero del acantilado. El pescado colgaba de mi espalda y cubría mi pecho hasta las rodillas. Al poco empecé a resoplar, pues la cuesta era en algunos tramos muy empinada, obligándome a parar de vez en cuando para coger resuello. El sol me daba implacable en la cara, estaba reventado pero me animaba el pensar que arriba, al final del acantilado, estaba el final de mi sufrimiento. Cuando llegué al coche, un Passat del 88, mi alivio fue total, introduje el pescado en el maletero y en ese momento fui consciente de que varias personas me observaban con interés. Arranqué el coche y me dirigí al camping de Nerga donde estaba acampando.

   Eran casi las doce del día 21 de Agosto de 1994, domingo para ser más exactos. Cuando llegué procedente de Donón, recuerdo que fui a buscar dos cubos de agua salada para lavar el pescado, lo repartí por las distintas neveras del camping para no echarlo a perder, y parte del pescado lo regalé a aquellos que me lo conservaron hasta el día siguiente que lo llevé al Berbés. Lo que más lamento es que no poseo ninguna foto de esta para mí, “hazaña”, pues aún tardé en ser plenamente consciente de la dificultad y mérito de este hecho, al que no le di mayor importancia hasta que con la perspectiva del tiempo lo empecé a valorar en su justa medida.

   POSDATA:
    Sobre el interés con que un grupo de personas me observó. Considero que debo de continuar el relato sobre lo que aconteció esa misma tarde.
     Después de disfrutar, digerir y gestionar los acontecimientos de la mañana, a la tarde volví con la intención de seguir pescando y, entonces entendí el porqué del mencionado interés: Aprovechando que el mar perdió parte de su fuerza, aquel grupo organizó una actividad ilegal como es el “valo” (rodear la zona con redes y desde una o varias embarcaciones situadas dentro del circulo, golpear con los remos para que el pescado huya en estampida y quede “mallado”, enganchado en la red). Indirectamente, por mi ingenuidad fui en parte responsable de aquel latrocinio, perpetrado por “profesionales del mar”, pues eran “percebeiros”. Después de este expolio profesional, las lubinas no dieron señales de vida en esa zona en mucho tiempo.
     Hay que procurar siempre que sea posible, mantener fuera de miradas indiscretas el fruto de nuestro esfuerzo como pescador deportivo, pues la falta de escrúpulos de algunos acaban arrasando con todo.

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