jueves, 28 de febrero de 2013

Relatos de un pescador afortunado: LA HORA MÁGICA


                                                           LA  HORA MÁGICA
                                                                  15-10-1995

     Aquella luminosa mañana del mes de Octubre, era un día de esos en que todo se ve con optimismo, la naturaleza se muestra generosa e invita a disfrutarla, y más si no tienes mayor preocupación que dejar pasar el tiempo, disponiendo de él de la forma en que a ti más te plazca. Esa mañana me había levantado sin una idea previamente establecida, ya había amanecido y el día comenzaba a mostrarse con todo su esplendor. Recuerdo que fuera en el jardín, los pájaros se hacían sentir con sus alegres trinos, conquistando mis sentidos y aumentando mis ganas de vivir. Todo invitaba a dar un paseo y a estar en contacto con la naturaleza, como me apasiona el mar y la montaña, decidí coger el coche e ir hasta Monteferro, donde el monte y el mar se funden dando lugar a un pequeño paraíso, donde yo encuentro todo lo que necesito para llenarme de energía positiva.  Allí en soledad suelo meditar, me pongo a bien conmigo mismo y derroto todos mis fantasmas. Pero es que además es un lugar mágico, donde la huella de nuestros ancestros permanece después de miles de años, si eres sensible e imaginativo lo ves, lo notas en cada piedra, en cada esquina. El  mar te habla y el viento también, la magia de las olas rompiendo estruendosamente contra las rocas, son los gritos de aquellos que desde hace miles de años pasaron por aquí, disfrutaron, amaron y sufrieron de generación en generación. El silbido del viento moldeando y retorciendo el paisaje del entorno es la huella que muestra la fuerza de los dioses que protegían o castigaban, según su comportamiento a aquellos nuestros antepasados. A ellos igual que a nosotros también les gustaba pescar.

     Aquel día cuando llegué al final del sendero, parecía como siempre que el mar y Las Estelas esperaban mi visita, eran testigos mudos de mis andanzas cuando se daban una serie de circunstancias, que eran el detonante que me obligaba a ir hasta allí; cuando accedí al borde de la atalaya comprobé, que se daban todas las señales que la naturaleza crea para comprender lo que allí probablemente iba a suceder, provocando en mí cierto desasosiego, pues comprobé como todos o casi todos los condicionantes que yo esperaba se cumplían: El mar de fondo tendido, continuo y acompasado rompía y se extendía como un manto de espuma blanquecina, la altura de la marea era la ideal para el lugar, la temperatura del agua rondaba los quince grados, la ambiental era agradable y el día claro y soleado. A medida que iba bajando hasta la “postura” mi fe y confianza iban creciendo.

     Monté mi caña de “vareo” más potente, después de utilizar la telescópica más corta y ligera, ideal para “rapalear” por los canales y recovecos cercanos a la orilla, y al no sentir picada alguna algo no me cuadraba, me costaba creer que no hubiera lubinas al acecho en aquella zona, por eso cambié de caña buscándolas a distancia, fuera de la rompiente. Frente a mí, a unos 70 metros, el mar lavaba una piedra plana como una losa, las olas al rebasarla rompían, formando cuando la cresta se retiraba, como una columna de agua muy oxigenada, no dando tiempo a esta a que se aclarara, ya que a continuación seguían una detrás de la otra con la misma cadencia. Sabía que allí, arrimado a esa piedra había un ancho y profundo canal por que el solían discurrir lubinas, esperando al acecho las posibles presas que el mar arrastraba hasta esa zona. Así que monté la caña con un chivo de 40 gramos que me permitía alcanzar y rebasar la piedra, “trabajé” la zona con entusiasmo, pero nada conseguí, continué “vareando” a mi izquierda recorriendo unos 200 metros hacia el interior de una pequeña ensenada, donde el mar acababa por amansar y no sentí picada alguna, pero no me acababa de conformar, algo me decía en mi interior que allí había pescado, y que en cualquier momento empezaría a comer, así que retrocedí a la postura del principio y sin perder la fe en ningún instante, volví a “varear” por encima de la losa donde el mar empezaba a reventar y, ya en el primer lance, después de rebasar la piedra, por fin sentí una reconfortante picada, en un principio no muy poderosa, pero al tirar y clavar, comprendí que se trataba de un animal que probablemente sobrepasaría los cuatro quilos, tenía bien regulado el carrete y este empezó a soltar sedal muy poco a poco, pero suficiente para amortiguar los primeros arreones. El mar barría con fuerza, empujando a mi presa hacia unas rocas que afloraban a mi izquierda, decidí apretar el regulador y liberar el freno, empezando a tirar con firmeza apurando todo lo que podía, pues corría el riesgo de que una ola me lo envolviera y acabara por arrastrarlo contra las rocas. Tuve suerte, conseguí arrimarlo a tierra sorteando como pude un gran golpe de mar, pero después de la sacudida, por unos instantes que se me hicieron eternos, perdí la noción y el control de mi presa, el animal continuaba muy entero y se había situado detrás de una piedra que afloraba a mi derecha, ya cerca de tierra a unos diez metros, con la puntera de la caña levantada aguantaba sus cabezazos como podía, ya que si tiraba corría el riesgo de rozar el sedal y perderlo, no las tenía todas conmigo, tiempo atrás había sufrido una experiencia similar con un animal parecido, aunque de menor tamaño, y acabé perdiéndolo al rozar el sedal en la piedra, y lo curioso es que este se lió en ella, quedando la lubina presa y colgando sin que yo pudiera hacer nada por recuperarla, hasta que un golpe de mar la acabó soltando. Pero fui paciente y no incidí en el mismo error, ella misma con ayuda del mar que trabajaba de derecha a izquierda, acabó por salir al limpio, donde ya no me ofreció mayor dificultad su captura.

     Entusiasmado, después de dejar el robalo en una poza situada a mi espalda, repetí el lance, y nunca mejor dicho, pues de la misma forma que en el lance anterior y en el mismo punto, volví a sentir una descomunal picada de un animal de parecido o mayor tamaño que el anterior, el mar rugía con fuerza, las olas parecían cada vez más grandes, esta vez no tuve tanta suerte, cuando estaba intentando dominar y cansar al animal, llegó un gran golpe de mar que envolvió a mi presa arrastrándola por encima de las piedras que afloraban a la izquierda del canal, por suerte rodó por encima, apareciendo en una zona limpia entre tierra y las piedras, no había roto el sedal, pero la situación no era nada halagüeña, el mar no daba tregua, corrí con la caña levantada hacia el cielo, saltando a una roca situada a mi izquierda incómoda por sus aristas en forma de cuchillo, encajé mis pies como pude en ella, el mar me salpicaba, por todo el frente apenas tenía visibilidad, no conseguía controlar la situación y el robalo era literalmente arrastrado contra una piedra aún más a mi izquierda, por un momento aún pensé que tenía una oportunidad para salvarlo, pero el mar lo elevó por encima de la piedra y al bajar el sedal rozó y rompió, ¡mi gozo en un pozo! . Durante un momento me quedé atontado, pero el agua, que ya me calaba, me hizo reaccionar, volviendo a colocar un “chivo” de señuelo y seguir intentándolo de nuevo, pero mi oportunidad ya había pasado, la marea había bajado con fuerza y las condiciones hacían muy difícil la acción de pesca.

     Me retiré con un sentimiento contradictorio, necesitaba digerir el fracaso que supuso para mí la pérdida de semejante trofeo, no digo que me sintiera completamente frustrado, pues el robalo que pesqué pasó con holgura los cuatro kilos, pero sin el par  en parte me sentía decepcionado, pero sabía que pronto se me pasaría y que tendría más oportunidades para resarcirme, era una experiencia más que me ayudaría a madurar y aprender a hacer frente a otras situaciones parecidas que para mi fortuna aún me iba a deparar el futuro.

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